viernes, 8 de febrero de 2013

Corazón roto

Enero del 2005.

La avenida José Balta en Chiclayo es un camino abierto entre poncianas altas de copas decoradas por campanillas color naranja en donde anidan los huacos, apenas movidas por el viento y es alrededor de las cuatro de la tarde. En algunos postes de luz y paredes se anuncia una tocada en homenaje al rock de los 60's y sus estrellas. El muchacho mira incrédulo uno de los afiches. Siente que puede ser una señal de Dios. No, imposible, no es. La ocasión era aquella que había estado aguardando. Piensa: Voy, escucho un rato, me tomo unas chelas, regreso a casa y allí... listo.

Está convencido de que es la mejor opción, por su bien, el de ella y el de la familia de ella. Ahora es cuando, decía, como quien aviva una marinera. Está convencido de tener la razón, algo típico entre los jóvenes de su edad. Ya ha dejado pasar una ocasión, hace un mes, el ocho, pero sintió consideración por su madre, porque de esa manera le estaba evitando el dolor de notar su ausencia en la mesa, durante la cena de noche buena. Pero, eso sí, lo había pensado en aquella oportunidad, sentado en el auditorio de la Municipalidad de José Leonardo Ortiz, escuchando una interpretación que lo acercó al Cielo. Apoyaba la sien en el puño derecho mientras sus oídos recogían el trinar ayacuchano de la guitarra del maestro García Zárate. Se sintió morir... "La Chongoyapana"... Ni pudo contener las lágrimas, ni tampoco recordar haber llorado por una canción. Sigilosamente secaba sus mejillas cuando de pronto presintió con los primeros acordes la fuga: Es "La Chiclayanita", dijo, y era. El pobre muchacho creyó ver a su padre sentado algunas filas más adelante. No, no era, no porque había fallecido apenas cuatro meses atrás. Pero no, esta sería la oportunidad: la tocada en "La Zamba", viernes a las 10:00 pm. De todas maneras voy, pensó.

Llegó a pie, pagó, entró. Dejó su casaca en la recepción y comenzó a examinar el lugar. Su miopía le había mostrado lo peligroso de la oscuridad y rió al escucharse decir que estar en una discoteca le parecía una osada aventura. Había poca gente, menos de la que esperaba. Se le acercó un mozo y luego de sonreirle y saludarle le ofreció la carta. Tratando de ocultar su vergüenza, pues no traía más de diez soles, ordenó una lata de cerveza. En pie, se acomodó frente a la banda, "unos pituquitos de Lima", pensó. Sus lentes amarillos y redondos comenzaron a saltar de la primera guitarra, blanca, Squier Telecaster, a la batería, del bajo Yamaha, a los teclados. Disfrutaba. Se sintió contento de estar allí, inmerso en música, definitivamente su único amor.. el único que, sabía, jamás le abandonaría. Creyó que era la despedida perfecta. La banda terminó de tocar "Twist and shout" y él aplaudió pero nadie lo acompañó. Pensó: Qué imbéciles, nadie aplaude. Aquí está su cerveza, joven.

Se entregó a la noche, al humo, a los sonidos eléctricos que rebotaban y se mezclaban con rayos de luces verdes, azules y rojas. Su mente vacilaba entre el tormento que vivía y el concierto de rock. Recordaba los momentos de dicha y juramentos fantasiosos al lado de quien creía ser su único y más grande amor para luego volver a escuchar el agudo sonar de Roxanne. Apretaba con algo de furia la lata que sostenía su mano derecha para desfogar la ira que le producía la base de su existencia: la realidad. La odiaba. Odiaba haber nacido tantos años después. No tener control sobre el tiempo. Odiaba tener que irse, pero se iría, igual, al lugar más lejano que podía haber, de ella y por la vía más rápida. Otra vez estaba disfrutando el concierto, escuchando extasiado I shot the Sheriff dibujándosele una sonrisa. Dio otro suspiro más y resbaló en la tragedia: lo había decidido y ya no cabía duda. Estaba tan convencido de que aquella era la mejor y única salida a su problema que no le resultaba, en absoluto algo malo ni mucho menos insensato. Recordó las diez cápsulas que había dejado guardadas en el cajón de su escritorio, en su habitación. El contenido había sido reemplazado, por él, con un anti-coagulante para ratas que había comprado en el mercado Modelo de Chiclayo. Bailó en su sitio, parado, una canción de los Rolling Stones, creyendo que era la mejor manera de despedirse de su vida. Se sentía bien. Todo tiene su final, pensó, como las canciones, como los libros, como las películas. Solo el amor es para siempre. Ella me ama. El amor no debe terminar jamás y si ya no puede estar conmigo, pues ¿para qué voy a vivir?  No tiene sentido estar vivo, ¿para qué? ¿para saber que es de otro aunque ella no lo quiera? No, no hay marcha atrás.

Pagó la cuenta, recogió su casaca, salió y la calle le pareció mucho más fría de lo habitual. ¿Sería ello una señal de que había perdido para siempre el fuego de su amor? ¿Estaría ella, ahora, con el hombre de barbas? ¿Estarían en la cama? ¿Le estarían haciendo el amor, ahora? Ya no quería torturarse. Era hora de irse. Tomó un taxi y sin el menor remordimiento llegó a su casa. Abrió la puerta tratando de no hacer bulla para no despertar a su madre. Fue a la cocina por un vaso de agua. Apagó las luces que habían dejando encendidas y ya en su habitación, a ciegas, comenzó a ingerir cada cápsula preparada. Mientras lo hacía le rezaba a Dios, dándole cuenta por su decisión. Es lo mejor para los dos, le decía. Terminó, se persignó y se arrojó a la cama. Para cuando la noche comenzó a devorarlo, ya no pensaba, ya no existía, solo se fue alejando hasta desaparecer con la oscuridad.


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