Estaba parado en el filo de un edificio de nueve pisos. Quebrado, lloraba. Sus zapatos
negros de punta redonda reflejaban un cielo lleno de nubes. Sus lágrimas se le adelantaban, como balas, rumbo al pavimento, por momentos impidiéndole ver con claridad a los dueños de aquellas voces, por demás
conocidas, quienes le lanzaban ruegos: Por favor no lo hagas, Carlos no, y su furia aumentaba y su corazón retumbaba, poniendo con cada segundo aún
en más riesgo su miserable vida.
El sol venía tras él, el viento lo animaba, no puede ser, repetía una y
otra vez para acompañarse, ¿qué había hecho mal? Todo estaba arruinado. Carlos no saltes por favor. Esos son los de la tele-,
se dijo en una milésima de segundo y continuó respirando aturdido, como
obligado a vivir treinta segundos más, Carlos, por favor, tío, pero él ya había
tomado una decisión y el diablo, pendejo, le susurraba porquerías que no
había escuchado en sus 30 años, o se le metía a la nariz el olor de un gallinazo parado
al frente, sobre un poste de luz.
Con los brazos abiertos, se arrojó.
Todos gritaron: ¡no! Cae. Un segundo y medio. Un golpe sordo, nuevo, raro y bruto. Bola de carne. Corrieron rumbo al llanto. –¡Por la pucta madre! gimió un camarógrafo.
Su cuerpo deformado en la vereda insultando la vida, el amor y la paz. Papá no saltes, repitió su hijo, confundido, no saltes papá, mientras abrazaba al cadáver, llorando. No saltes papá, sollozaba y el cuerpo se deshacía apachurrado por un nuevo huérfano aún más desgarrado. Tuvieron que venir dos bomberos para lograr sacar al vástago de la inconsolable escena.
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